ENFERMO TERMINAL BUSCA MORTAJA. María Molinari.

Sin uso, debe ser talle mediano, preferentemente blanca
No tengo efectivo, pero puedo nombrar en testamento.
Casas mortuorias abstenerse.
Urgente – Por viaje (sin retorno)

“Buenas tardes, soy Gervasio Lopérfido y vengo por el anuncio”.
“Ah sí, buenas tardes, Abel García” dijo el hombre. El pobre se veía tan frágil y estaba tan arrugado, verde y encorvado, traslúcido de tan pálido que parecía que iba a dar su último hálito en ese instante. “Adelante, tome asiento”.
Lopérfido lo contempló con preocupación pues no parecía que iba a llegar ni al final de la entrevista. Pero Abel se encaminó al sofá deshilachado que se hallaba en la enorme y casi vacía sala. Tomó asiento e inmediatamente comenzó a toser de una manera interminable.
“Disculpe. Usted comprenderá”.
“Sí, claro. No se preocupe”
“Usted dirá” dijo García
“Bueno, tengo una mortaja sin uso que le puede servir. Resulta que mi esposa estaba muy enferma el año pasado y la mortaja la compré para cuando llegara el momento…. Nos fuimos de viaje al Caribe, su último deseo, y en plena travesía ella cayó del barco y se ahogó. El cuerpo nunca fue encontrado. Así que la mortaja quedó acá sin uso.”
“Ajá. Eso me interesa. Lo de la mortaja, no lo de su esposa. Lo lamento mucho. ¿La trajo con usted?”
“Sí, claro” contestó Gervasio “el único problema es que es un talle pequeño.” Hizo una pausa, miró a Abel con más pena que arrogancia: “Aunque creo que en unos días más le va a quedar holgada.” Extrajo un paquete de cigarrillos del bolsillo de su saco y amagó con encender uno. Pero Abel lo interrumpió:
“Le ruego que no lo encienda. Me hace mal el humo”.
“Sí, claro. Disculpe.” Gervasio lo miró con asombro pensando cuánto peor podría ponerse ese hombre de aspecto cadavérico y sacó un paquete de pastillas de mentol. Convidó con una a Abel.
“No, le agradezco pero me producen acidez. Bueno, me gustaría ver la mortaja,” insistió.
Gervasio extrajo el sudario de una bolsita de polietileno, la desplegó amorosamente y se la mostró orgulloso a su potencial cliente. “Es de seda suiza con encaje de chantilly,” aclaró. “Claro que para usted el encaje quizá quede un poco afeminado, pero se puede doblar para adentro o quitar directamente.”
Abel tomó la mortaja, se la apoyó sobre su cuerpo midiéndosela. “Me gusta,” dijo simplemente. “Y no le voy a sacar el encaje. Total, a esta altura, poco me importa lo que piensen los demás. ¿Cuánto pide?”
“Mire, la verdad que no sé. Yo lo pagué $300, pero con $100 me conformo. Usted mencionó que efectivo no tenía. Si le gusta la mortaja, me puede pagar después, en el testamento…. Como decía en el aviso.”
“De acuerdo, pero hay una pequeña condición.”
“Cómo ser?”
“Yo no tengo familia ni amigos. Necesito alguien que se ocupe de mí cuando llegue la hora. Calculo dentro de dos semanas. Alguien que vaya a reconocerme. Alguien que se ocupe de llamar a la funeraria. Yo ya hice todos los arreglos y pagué por adelantado. Alguien que se ocupe de poner varios avisos fúnebres falsos en los diarios, al menos diez, como para que nadie diga: “pobre Abel García, murió solo como un perro. Nadie lo participa”. Y alguien que acuda al velatorio y a mi funeral. Si usted accede a esta condición, lo nombraré en mi testamento.”
Lopérfido contempló al pobre Abel con tanta pena que pensó que se pondría a llorar. Pero siendo un hombre recio se contuvo.
“Sí, claro, Sr. García, cuente conmigo. Desde que murió mi esposa estoy bastante desocupado y libre de tiempo. Yo me voy a ocupar de usted cuando llegue la hora.”
Abel lo miró de una manera extraña y sonrió. “Bueno, ahora debo descansar. Si me disculpa.”
Al día siguiente Gervasio volvió a visitarlo. Cuando Abel abrió la puerta, se sorprendió de encontrar al hombre parado en la puerta sosteniendo un frasco de dulce de ciruelas en su mano.
“Abel,” dijo con un poco vergüenza “disculpe que lo moleste. Tengo varios árboles frutales en mi jardín. Me gusta preparar dulces y conservas. En general me gusta todo lo relacionado con las labores manuales. Pensé que le gustaría probar mi dulce. Le va a hacer bien, es todo casero.”
“Claro, muchas gracias, ¿Quiere pasar? Justo iba a tomarme un tecito.”
Los dos hombres se encaminaron a la cocina donde Abel puso la pava al fuego. Luego preparó unas tostadas y los dos hombres probaron el dulce artesanal. Conversaron un rato. Al partir, Gervasio pensó que Abel no se veía tan mal como el día anterior.
Al día siguiente Gervasio se apareció con una cruz de madera tallada. “La hice yo” dijo orgulloso con la cara de un niño que le da a su madre el primer regalo hecho en la escuela.
“Es hermosa” contesto Abel. “La pondré en el féretro conmigo. Gracias.”
Gervasio creyó percibir cierta emoción en la voz de Abel.
Las visitas continuaron a diario. Gervasio colmaba con sus artesanías a Abel, un guiso de ternera, una manta hecha en telar, higos en almíbar, queso casero, unas rosas de su jardín “Le prepararé una cruz de flores para cuando… llegue la hora”. Poco a poco los hombres se hicieron amigos; Abel esperaba con ansiedad la llegada de Gervasio y Gervasio esperaba con ansiedad la hora de la visita. No quería fatigar a Abel dada su delicada salud pero sentía que un poco de compañía no podía hacer mal al hombre.
Pasó un mes y llegó la primavera. Una mañana de sol Gervasio se presentó en la casa de Abel y le propuso ir a dar una vuelta.
“¿Una vuelta? ¡¡Ni loco! No puedo caminar más de dos metros sin fatigarme.”
Al día siguiente Gervasio se apareció con una silla de ruedas y una hermosa manta escocesa. “Era de mi esposa. Vamos Abel, yo lo empujo.”
La vuelta se convirtió así en un rito diario. Gervasio pasaba a buscar a Abel y lo llevaba al parque o a dar un paseo por el vecindario.
Mientras, la primavera dio lugar al verano. Los días se tornaron más cálidos y más largos. Los dos hombres disfrutaban de su mutua compañía. Muchas veces no conversaban, simplemente disfrutaban del silencio. Otras, Gervasio le contaba de su soledad luego de la muerte de su esposa. Abel no hablaba de su vida personal. Pero Gervasio sabía que el hombre estaba muy solo y además que no tenía recursos. Se preguntaba como se las ingeniaría para pagarle su deuda, pero a Gervasio ya no le importaba. Lamentaba que iba a perder a un amigo, y muy pronto.
Un día cuando las hojas comenzaban a caer y el otoño se hizo incipiente, Gervasio recibió un llamado.
“¿Sr. Lopérfido? Soy el Dr. Benítez, abogado del Sr. García.”
Gervasio tuvo un presentimiento. Se llevó la mano a la boca y contuvo el aliento.
“¿Abel ha…?”
“Necesito verlo en persona. Véngase al estudio por favor.”
Al llegar al escritorio del Dr. Benítez, el abogado saludó con un cálido apretón de manos a Gervasio. Éste lo hizo pasar a un despacho exquisitamente decorado con paneles de boisserie, lámparas de cristal y muebles de caoba y cuero.
“Sr. Lopérfido. Tengo entendido que el Sr. García cerró un trato comercial con usted mediante el cual usted se vería beneficiado en su testamento a cambio de una mortaja de seda y…" el abogado escrutó un papel que tenía sobre su escritorio “encaje chantilly.”
“Así es,” dijo Gervasio aceptando lo irreversible.
“Lo he convocado hoy para decirle que lamentablemente el Sr. García no podrá cumplir con su parte del contrato.”
Gervasio bajó la mirada y suspiró. “No me interesa. Yo fui a vender una mortaja y encontré un amigo. Lamento inmensamente que ya no esté con nosotros.”
El abogado lo miró y continuó: “Sr. Lopérfido, el Sr. García no podrá cumplir con su parte del contrato porque –de acuerdo a la carta de instrucción que me dejó hoy antes de partir a Suiza- no piensa morirse en el futuro próximo. Dice que gracias a los cuidados prodigados por usted, los alimentos que usted le ha preparado durante su dolencia y su desinteresada amistad, los médicos lo han declarado sano nuevamente. Su enfermedad, la que era terminal y fulminante, ha desaparecido, y hoy el Sr. García está más sano que usted y yo. Un verdadero milagro.”
Gervasio no daba crédito a sus oídos. Sus manos colgaban inertes de sus rodillas.
“Debido a ello” prosiguió el letrado “el Sr. García ha decidido declararlo su heredero universal. Por si usted no lo sabe, el nombre completo del Sr. García es García Huergo, de la petrolera Huergo y su fortuna asciende a unos $500.000.000. Espero que el arreglo sea satisfactorio para usted.” “Ah, me olvidaba” dijo el abogado levantándose. “ésto me lo dio para usted.” Y entregándole un sobre a Lopérfido, dio media vuelta y desapareció por la puerta.
Las manos de Gervasio temblaban cuando abrió el sobre. Adentro había una hoja tamaño esquela de finísimo papel. Dentro de ella había tres ítems, un pasaje de avión en primera clase a Ginebra, un billete de $100 y una nota que decía: “Amigo Gervasio: Siento haberme ido sin avisarle. Asuntos de urgencia requerían mi presencia en Ginebra de inmediato. Lamento no haber podido cumplir con mi parte del trato de manera inminente. Por lo tanto le adjunto el pago en efectivo. Si se apura, podremos cenar juntos esta noche.”
Un abrazo, su amigo Abel.”
P.D. Y deje de fumar, o la mortaja se la voy a poner yo a usted.

María Molinari

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